Libro

 conjunto de varias páginas de papel, papiro u otra materia en la que se pueda escribir, unidas entre sí y que contiene textos, ilustraciones o música. Al contrario de los monumentos en los que aparecen textos esculpidos, los libros se pueden transportar fácilmente y, a diferencia de los diarios personales, que pueden tener forma de libro, están concebidos para ser divulgados al público.
Un libro ha de tener un cierto número de páginas para ser considerado como tal, y ha de constituir una unidad independiente para distinguirse de las publicaciones periódicas. En las lenguas románicas, grupo al que pertenece el español, existen dos términos que designan el concepto de libro u otros relacionados con él. Por un lado, existe la raíz biblio-, procedente del griego biblos, que designaba originalmente el material vegetal utilizado en la antigüedad como soporte para la literatura escrita, y que se emplea para formar palabras compuestas, como biblioteca o bibliofilia. Por otro lado, existe también la palabra libro, que procede del latín líber, referida también al material vegetal del que se confeccionaban los libros, y que se utiliza bien como término aislado o bien para formar otras palabras, como, por ejemplo, librería. La palabra libro se aplica, por extensión, a los rollos utilizados en la antigüedad y, con ella se denomina también a ciertos conjuntos de obras, como el Libro de los muertos egipcio o a las divisiones internas de una obra, de modo que se puede hablar de los distintos libros de la Biblia o de los libros que conforman la Eneida de Virgilio. Los libros, como objetos portátiles y relativamente duraderos, han ayudado a preservar y difundir el conocimiento y los sentimientos de sus autores a través de vastas extensiones de espacio y tiempo, hasta el punto de que se puede decir con toda razón que la civilización actual no habría sido posible sin su existencia.

¿Qué es un libro?


Según el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española la palabra libro viene del latín (liber) cortezas de árbol, y es definido como un conjunto de hojas de papel impresas o en blanco que reunidas y encuadernadas forman un volumen.
Para la elaboración de los libros se utilizaron también otras materias primas como tablillas de cara, arcilla, bronce, plomo, etc. Pero los más usados fueron el papiro y el pergamino.
El papiro se disponía en forma de rollo y volumen. El pergamino se plegaba en forma de cuadernos. El comercio entre los romanos era una actividad absolutamente normal, las copias se obtenían por medio de dictados que otros escribían en papeles en blanco. Durante la edad media el material para escribir fue exclusivamente el pergamino y la confección de libros estaba destinada a los monjes, particularmente de los Benedictinos, el lugar donde se copiaban los libros trabajados y ornamentados con bellas miniaturas, se denominaba “Scriptorium”.
Al hacerse más conocido el libro, en el siglo XII junto a los escritores monacales, se presentan grandes magnates incrementando las cantidades de libros. Con la invención de la imprenta (siglo XV) y la generalización del uso del papel, el libro da un vuelco definitivo en la historia de la humanidad.
La primera distinción básica que nos impone un libro es la existente entre el texto (la información) y el soporte que la alberga. Un libro es el nexo formal de ambos elementos.
Las dos funciones básicas de la escritura son el archivo y la comunicación. Mediante la primera se preserva una información; mediante la segunda, se difunde. El libro, consecuencia de la escritura, cumple ambas funciones y además aquellas que socialmente se le asignan en cada momento de la historia .

Libros escritos a mano

Los primeros libros consistían en planchas de barro que contenían caracteres o dibujos incididos con un punzón. Las primeras civilizaciones que los utilizaron fueron los antiquísimos pueblos de Mesopotamia, entre ellos los sumerios y los babilonios. Mucho más próximos a los libros actuales eran los rollos de los egipcios, griegos y romanos, compuestos por largas tiras de papiro -un material parecido al papel que se extraía de los juncos del delta del río Nilo- que se enrollaban alrededor de un palo de madera. El texto, que se escribía con una pluma también de junco, en densas columnas y por una sola cara, se podía leer desplegando el rollo. La longitud de las láminas de papiro era muy variable. La más larga que se conoce (40,5 metros) se encuentra en el Museo Británico de Londres. Más adelante, durante el periodo helenístico, hacia el siglo IV a. C., los libros más extensos comenzaron a subdividirse en varios rollos, que se almacenaban juntos.
Los escribas (o escribientes) profesionales se dedicaban a copiarlos o a escribirlos al dictado, y los rollos solían protegerse con telas y llevar una etiqueta con el nombre del autor. Atenas, Alejandría y Roma eran grandes centros de producción de libros, y los exportaban a todo el mundo conocido en la antigüedad. Sin embargo, el copiado a mano era lento y costoso, por lo que sólo los templos y algunas personas ricas o poderosas podían poseerlos, y la mayor parte de los conocimientos se transmitían oralmente, por medio de la repetición y la memorización. Aunque los papiros eran baratos, fáciles de confeccionar y constituían una excelente superficie para la escritura, resultaban muy frágiles, hasta el punto de que, en climas húmedos, se desintegraban en menos de cien años. Por esta razón, gran parte de la literatura y del resto de material escrito de la antigüedad se ha perdido de un modo irreversible. El pergamino y algunos materiales derivados de las pieles secas de animales no presentan tantos problemas de conservación como los papiros. Los utilizaron los persas, los hebreos y otros pueblos en cuyo territorio no abundaban los juncos, y fue el rey Eumenes II de Pérgamo, en el siglo II a. C., uno de los que más fomentó su utilización, de modo que hacia el siglo IV d. C., había sustituido casi por completo al papiro como soporte para la escritura.


Los primeros códices

El siglo IV marcó también la culminación de un largo proceso, que había comenzado en el siglo I, tendente a sustituir los incómodos rollos por los códices (en latín, ‘libro’), antecedente directo de los actuales libros. El códice, que en un principio era utilizado por los griegos y los romanos para registros contables o como libro escolar, consistía en un cuadernillo de hojas rayadas hechas de madera cubierta de cera, de modo que se podía escribir sobre él con algo afilado y borrarlo después, si era necesario. Entre las tabletas de madera se insertaban, a veces, hojas adicionales de pergamino. Con el tiempo, fue aumentando la proporción de papiro o, posteriormente, pergamino, hasta que los libros pasaron a confeccionarse casi exclusivamente de estos materiales, plegados formando cuadernillos, que luego se reunían entre dos planchas de madera y se ataban con correas. Las columnas de estos nuevos formatos eran más anchas que las de los rollos. Además, frente a ellos poseían la ventaja de la comodidad en su manejo, pues permitían al lector encontrar fácilmente el pasaje que buscaban, y ofrecían la posibilidad de contener escritura por sus dos caras. Por ello fueron muy utilizados en los comienzos de la liturgia cristiana, basada en la lectura de textos para cuya localización se debe ir hacia adelante o atrás a través de los distintos libros de la Biblia. De hecho, la palabra códice forma parte del título de muchos manuscritos antiguos, en especial de muchas copias de libros de la Biblia.

Libros medievales europeos

En la Europa de comienzos de la edad media, eran los monjes quienes escribían los libros, ya fuera para otros religiosos o para los gobernantes del momento. La mayor parte de ellos contenían fragmentos de la Biblia, aunque muchos eran copias de textos de la antigüedad clásica. Los monjes solían escribir o copiar los libros en amplias salas de los monasterios denominadas escritorios. Al principio utilizaron gran variedad de estilos locales que tenían en común el hecho de escribir los textos en letras mayúsculas, costumbre heredada de los tiempos de los rollos. Más tarde, como consecuencia del resurgimiento del saber impulsado por Carlomagno en el siglo VIII, los escribas comenzaron a utilizar también las minúsculas, cursivas, y a escribir sus textos con una letra fina y redondeada que se basaba en modelos clásicos, y que inspiraría, varios siglos después, a muchos tipógrafos del renacimiento. A partir del siglo XII, sin embargo, la escritura degeneró hacia un tipo de letra más gruesa, estrecha y angulosa, que se amontonaba en las páginas formando densos cuerpos de texto difíciles de leer (véase Escritura).
Muchos libros medievales contenían dibujos realizados en tintas doradas y de otros colores, que servían para indicar los comienzos de sección, para ilustrar los textos o para decorar los bordes del manuscrito. Estos adornos iban desde los intrincados ornamentos del Libro de Kells, una copia de los Evangelios llevada a cabo en Irlanda o Escocia en el siglo VIII o IX, a las delicadas y detallistas escenas de la vida cotidiana del Libro de horas, del duque de Berry, un libro de oraciones confeccionado en los Países Bajos por los hermanos Limbourg en el siglo XV. Los libros medievales tenían portadas de madera, reforzadas a menudo con piezas de metal, y poseían cierres en forma de botones o candados. Muchas de las portadas iban cubiertas de piel y, a veces, estaban ricamente adornadas con trabajos de orfebrería en oro, plata, esmaltes y piedras preciosas. Estos bellísimos ejemplares eran auténticas obras de arte en cuya confección intervenían, hacia el final de la edad media, orfebres, artistas y escribas profesionales. Los libros, por aquella época, eran escasos y muy costosos, y se realizaban, por lo general, por encargo de la pequeñísima porción de la población que sabía leer y que podía sufragar sus gastos de producción. Entre los manuscritos miniados españoles destacan los llamados beatos, libros bellamente decorados, sobre los Comentarios al Apocalipsis del Beato de Liébana.

El libro en Oriente

Probablemente, los primeros libros del Lejano Oriente estaban escritos sobre tablillas de bambú o madera, que luego se unían entre sí. Otro tipo de libros eran los constituidos por largas tiras de una mezcla de cáñamo y corteza inventada por los chinos en el siglo II d. C. Al principio, estas tiras se incidían con plumas o pinceles de junco y se envolvían alrededor de cilindros de madera para formar un rollo. Más adelante, se comenzaron a plegar en forma de acordeón, a pegarse en uno de los lados y a colocarles portadas hechas de papel fino o tela. Los sabios y funcionarios que sabían escribir se esforzaron especialmente en dotar a sus escritos de estilos distintivos de caligrafía, que era considerada como una de las bellas artes, lo cual no es de extrañar, pues tanto el chino como el japonés y el coreano, lenguas habladas en la actualidad por unos 1.500 millones de personas, utilizan para su escritura los llamados kanji o ideogramas, caracteres que representan no sílabas, como los de los alfabetos occidentales, sino conceptos, y son unos dibujos esquemáticos que se pueden escribir utilizando gran cantidad de estilos más o menos creativos o artísticos.