Las Obras de Goya: Un Legado Artístico Inmortal

La vasta y profunda producción artística de Francisco de Goya abarca diversas facetas, desde sus innovadores grabados hasta su conmovedora pintura religiosa y sus penetrantes retratos. A continuación, exploramos las principales vertientes de su genio creativo.

Grabados: La Voz Crítica y Visionaria de Goya

Goya inició su incursión en el grabado realizando versiones de obras de Velázquez entre 1778 y 1790. De esa época es también la serie de estampas conocida como El agarrotado. Sus series más célebres, Los Caprichos y Los Desastres de la Guerra, constituyen una denuncia ilustrada de los males de su tiempo, en la búsqueda del homo illustratus. La Tauromaquia, por su parte, se presenta como una válvula de escape y solaz, mientras que Los Disparates (también conocidos como Proverbios) permanecen como un misterio sombrío y enigmático.

Goya aspiraba a una gran difusión de su obra. La edición de Los Caprichos, publicada en 1799, consistió en un conjunto de 80 grabados con una tirada de 300 ejemplares.

El Diario de Madrid, en su edición del 6 de febrero de 1799, anunciaba que estas obras “son censura de los vicios humanos; se aparta de la naturaleza y expone normas y actitudes que hasta ahora solo han existido en la mente humana, oscurecida por la falta de ilustración o acalorada en el desenfreno pasional”. Por motivos políticos, Los Caprichos fueron retirados de la venta, y Goya los cedió a la Calcografía Nacional, fundada en 1790, a cambio de una pensión real para su hijo.

Existen numerosos testimonios de sus coetáneos que interpretaron estas obras como una crítica hiriente de su época, a veces de carácter general y otras referidas a instituciones específicas, como las religiosas (denunciando la palabrería teológica, la avaricia, la suciedad y la rapacidad de los monjes; o escenas de brujería e ignorancia que promovían y alentaban en las clases populares) o a la corte (aludiendo a la Reina, Godoy, etc.). En su momento, fueron incluso considerados libertinos. Sin embargo, durante las Cortes de Cádiz, se les otorgó un valor instructivo.

Tras la muerte de Goya, se consideró que estas obras menoscababan el prestigio del pintor y, por ello, se ocultaron. La segunda edición no se realizaría hasta 1855. Con el auge del Romanticismo en Europa, los grabados de Goya comenzaron a difundirse ampliamente. Delacroix, por ejemplo, poseía varios, y en 1825 se pusieron a la venta copias litográficas en París. Los franceses vieron en ellos un retrato de la “España negra” y a Goya como un Rabelais español, interesándose más en lo fantástico y misterioso que en lo político. Para Théophile Gautier, ni siquiera Dante logró un efecto de terror tan sofocante. En el siglo XX, los grabados de Goya siguieron ejerciendo influencia, aunque sin la pasión de épocas anteriores. Se convirtieron en objeto de estudios eruditos y estéticos, quedando, en cierto modo, reducidos a un tema académico. Parece que el hombre actual, con su diferente código de imágenes, no es siempre capaz de entenderlos en toda su profundidad original.

Pintura Religiosa: De la Devoción Popular a la Emoción Íntima

La pintura religiosa constituye una faceta importante de la obra de Goya. Fue la primera que desarrolló y, posteriormente, sería frecuente a lo largo de su producción, si bien disminuyó notablemente a partir de 1790.

Goya evolucionó de plasmar una religiosidad convencional y popular a una religiosidad “ilustrada”, más intimista y con imágenes de marcada emotividad, nada artificiosa ni afectada.

En su juventud, hasta 1775, Goya realizó pequeños cuadros de devoción, destinados a una religiosidad popular, dentro de una estética tardobarroca y rococó. Sin embargo, también decoró grandes conjuntos murales que revelan sus dotes artísticas y compositivas. Ejemplos notables incluyen el fresco de la Adoración del Nombre de Dios (1771-1772), en la bóveda del Coreto del Pilar, o las escenas de la Vida de la Virgen en la iglesia de la Cartuja de Aula Dei (1772-1774), todas ellas en Zaragoza.

La decoración de la cúpula Regina Martyrum (1780-1781) de la basílica del Pilar consagró a Goya como un gran pintor. La culminación de su producción religioso-decorativa fue la pintura (1798) de la cúpula de la ermita de San Antonio de la Florida, en Madrid, que representa un milagro del santo franciscano. En esta obra, las gentes, tipos populares, se presentan conformando una unidad escénica y expresiva de gran vitalidad.

Goya siguió el neoclasicismo, pero con gran personalidad, en lienzos como el Cristo Crucificado (1780), que le valió el nombramiento de académico de San Fernando, o en los tres que pintó (1787) para la iglesia del monasterio de Santa Ana (Valladolid). Pronto abandonó esta estética, por ser contraria a su temperamento y a su concepción de la pintura y el arte.

Tras la Guerra de la Independencia, abordó de nuevo el tema religioso, con cuadros sobresalientes de gran formato, como el de las Santas Justa y Rufina (1817) de la catedral de Sevilla, o la emotiva y sobrecogedora Última Comunión de San José de Calasanz (1819), obra cumbre de la pintura religiosa del siglo XIX.

Retratos: El Alma de una Época a Través de la Mirada de Goya

A partir de 1794, Goya reanuda sus retratos de la nobleza madrileña y otros destacados personajes de la sociedad de su época. Como Primer Pintor de Cámara, estas obras incluirán representaciones de la familia real, de la que ya había realizado los primeros retratos en 1789. Ejemplos de este periodo son Carlos IV de rojo, otro retrato de Carlos IV de cuerpo entero del mismo año, o el de su esposa María Luisa de Parma con tontillo. Su técnica había evolucionado, y ahora se observa cómo el pintor aragonés precisa los rasgos psicológicos del rostro de los personajes y utiliza para los tejidos una técnica ilusionista a partir de manchas de pintura que le permiten reproducir, a cierta distancia, bordados en oro y plata y telas de diverso tipo.

Ya en el Retrato de Sebastián Martínez (1793) se aprecia la delicadeza con que gradúa los tonos de los brillos de la chaqueta de seda del prócer gaditano, al tiempo que trabaja su rostro con detenimiento, captando toda la nobleza de carácter de su protector y amigo. Son numerosos los retratos excelentes de esta época:

  • La marquesa de la Solana (1795)
  • Los dos de la Duquesa de Alba, en blanco (1795) y en negro (1797)
  • El de su marido José Álvarez de Toledo (1795)
  • La Condesa de Chinchón (1795-1800)
  • Efigies de toreros como Pedro Romero (1795-1798)
  • Actrices como María del Rosario Fernández, La Tirana (1799)
  • Políticos (Francisco de Saavedra) y literatos, entre los que destacan los retratos de Juan Meléndez Valdés (1797), Gaspar Melchor de Jovellanos (1798) o Leandro Fernández de Moratín (1799).

En estas obras se observan influencias del retrato inglés, que atendía especialmente a subrayar la hondura psicológica y la naturalidad de la actitud. Progresivamente, disminuye la importancia de mostrar medallas, objetos o símbolos de los atributos de rango o de poder de los retratados, en favor de la representación de sus cualidades humanas.

La evolución experimentada en el retrato masculino se observa claramente al comparar el Retrato del Conde de Floridablanca de 1783 con el de Jovellanos, pintado en las postrimerías del siglo. El retrato de Carlos III que preside la escena, la actitud de súbdito agradecido del autorretratado pintor, la lujosa indumentaria y los atributos de poder del ministro, e incluso el tamaño excesivo de su figura, contrastan con el gesto melancólico de su colega en el cargo, Jovellanos. Sin peluca, inclinado y hasta apesadumbrado por la dificultad de llevar a cabo las reformas que preveía, y situado en un espacio más confortable e íntimo, este último lienzo muestra sobradamente el camino recorrido en estos años.

En cuanto a los retratos femeninos, conviene comentar los relacionados con la Duquesa de Alba. Desde 1794, Goya acude al palacio de los duques de Alba en Madrid para realizar el retrato de ambos. Pinta también algunos cuadros de gabinete con escenas de su vida cotidiana, como La Duquesa de Alba y la Beata. Tras la muerte del duque en 1795, Goya incluso pasará largas temporadas con la reciente viuda en su finca de Sanlúcar de Barrameda en los años 1796 y 1797. La hipotética relación amorosa entre ellos ha generado abundante literatura, apoyada en indicios no concluyentes. Se ha debatido extensamente el sentido de un fragmento de una de las cartas de Goya a Martín Zapater, datada el 2 de agosto de 1794, en la que con su peculiar grafía escribe: «Mas te balia benir á ayudar a pintar a la de Alba, que ayer se me metio en el estudio a que le pintase la cara, y se salió con ello; por cierto que me gusta mas que pintar en lienzo, que tanbien la he de retratar de cuerpo entero […]».13

A esto habrían de añadirse los dibujos del Álbum de Sanlúcar (o Álbum A) en que aparece María Teresa Cayetana en actitudes privadas que destacan su sensualidad, y el retrato de 1797 donde la duquesa —que luce dos anillos con sendas inscripciones «Goya» y «Alba»— señala una inscripción en el suelo que reza «Solo Goya». Lo cierto es que el pintor debió sentir atracción hacia Cayetana, conocida por su independiente y caprichoso comportamiento.

En cualquier caso, los retratos de cuerpo entero hechos a la duquesa de Alba son de gran calidad. El primero se realizó antes de que enviudara y en él aparece vestida por completo a la moda francesa, con un delicado traje blanco que contrasta con los vivos rojos del lazo que ciñe su cintura. Su gesto muestra una personalidad extrovertida, en contraste con su marido, a quien se retrata inclinado y mostrando un carácter retraído. No en vano ella disfrutaba con la ópera y era muy mundana, una «petimetra a lo último», en frase de la Condesa de Yebes, mientras que él era piadoso y gustaba de la música de cámara. En el segundo retrato, la de Alba viste de luto y a la española, y posa en un sereno paisaje.